martes, marzo 23, 2010

Poemas

C.Brâncuşi


Jorge GALÁN

La niña

Hoy recuerdo a la niña, mi niña, siempre es ella,
subimos una calle cubierta de palomas,
tiene tres corazones azules sobre el pecho.
De su vestido blanco vuelve a nacer el viento.
Ahora la recuerdo, nos veo más temprano,
las estrellas ocultas llenas de madrugada,
ella tenía entonces las manos menos bellas
y era como un aroma delicado y extenso
esa luz de noviembre que la cubría entera.
En su pecho algún himno la hacía interminable.
Extrañas golondrinas era su pelo extenso.
Su pelo, lluvia súbita, que el crepúsculo amaba.
Y hoy recuerdo a la niña, mi niña, siempre es ella,
y la veo desnuda sobre un campo amarillo:
sus senos son puñados de girasoles ebrios,
sus piernas dos columnas a ambos lados del cielo,
su vientre un cielo humano, un ámbito de fuentes,
y ahora me recuerdo detenido en su cuerpo,
derrumbado en su cuerpo como la madrugada,
más tarde la veo irse por caminos austeros,
va pisando una hierba quebrada por el frío,
veo que tiene manos más bellas que la tarde,
sostiene dos palomas ya para siempre ciegas,
los árboles se empinan para verla ese instante,
y hay un aroma extraño de vinos y de carne
y hay ojos que la observan, pupilas temblorosas,
y hay manos que la siguen con temblorosos dedos,
los trenes se detienen para herirle los pies
y se arrodilla el día sobre su clara sombra.
De su cabello nacen abejas menos muertas
que las abejas muertas que construyen el fuego.
Hacia donde camine no me quedarán ojos.
El sol que la hace hermosa me volverá ceniza.
Y ahora la recuerdo, mi niña, siempre es ella,
subimos una calle cubierta de palomas,
tiene un vestido blanco, menos blanco que entonces,
tres breves corazones azules sobre el pecho,
algo tibio en la boca y algo inmenso en los ojos.
Nos veo, vamos juntos, niños interminables,
la noche que hoy nos cubre no sabe de nosotros.


Abril, 2003
Transeúnte

Parado en la acera, a la orilla de esta calle
situada a su vez al norte de esta ciudad
donde puede morir un hombre y su muerte
tendría la misma importancia
que la aspiración de una pequeña dama
que percibe un leve aroma blanco que jamás
podría ser el aroma de la nieve.
La muerte no vale mucho aquí,
solo un poco más que el árbol que se derrumba
sobre sí mismo en la profundidad del bosque,
sin que nadie le note,
pero debería tener un valor similar al de esa torre
que se derrumba por el sonido incalculable
de un millar de trompetas.
Los gritos aquí, lo mismo que palomas oscuras,
penden de los aleros o llegan a morir a los techos
de edificios y casas donde el ratón y el musgo se conocen.
El viento es el único abrigo aquí, el único edredón.
Los autos pasan como mínimas olas a mis pies.
Atrás de mí los transeúntes y la noche son lo mismo.
Los faroles se han encendido como ojos repentinos
que recobran la vista.
La muerte es la única abundancia cotidiana.
Vuelvo a moverme, camino en línea recta,
ni a izquierda ni a derecha volteo,
la sombra de un muchacho se enreda a mis pies
como algún día un niño lo hizo en las piernas de una madre
cuyos ojos no miraban el mundo sino la oscuridad.
Mi paseo me lleva hasta una esquina. Me detengo.
Pienso que las estaciones andan y se detienen en ese lugar
donde debían de llegar y que jamás se equivocan de sitio.
Quisiera ser el invierno estacionado en esta esquina distante,
la femenina primavera o el enfebrecido verano me interesan muy poco,
el otoño solo le interesa a mis ojos y unos ojos no pueden ser un alma,
si mi alma fuese un martillo yo mismo sería un yunque y el martillo
que golpea ese yunque,
si fuese un animal sería una lombriz que repta en recónditos lugares,
cavernas parecidas a la inmensidad antes de la creación;
si fuese un árbol no sería un árbol sino una multitud de bambúes,
amarillos y esbeltos como las uñas de algún enfermo inútil.
Me siento, me recuesto en el piso, veo la noche establecida,
los astros que no puedo leer y la negrura que no puedo explicar ni poseer.
Quienes me observan prefieren ver un cuerpo tendido y no la eternidad
que se abre en el cielo como unos brazos llenos de amor en torno de otro cuerpo,
poco antes de cerrarse;
prefieren ver la ingenuidad colmando el rostro de la inerte inmundicia,
el hambre dibujando unos pómulos que algunas vez fueron manzanas frescas,
prefieren observar la palidez de lo insano y el orgullo de la demencia
antes que el mapa de la creación que sobre cada una de sus cabezas baja
como lo haría una corona interminable y espléndida sobre la cabeza de un rey.

Me siento. Me levanto. Cruzo una calle. Me detengo en la acera,
en esta acera donde podría morir y no doblaría una campana anunciando mi muerte
ni se doblaría una rodilla ni caería una lágrima ni se oiría una oración.
Los automóviles son relámpagos en la oscuridad que se reafirma.
Me doy cuenta de que soy el sedimento de esa oscuridad y me sonrío y creo
saber que he descubierto la importancia de una existencia,
el fin absoluto de la misma, el motivo por el que un hombre fue creado.
Debiera de haber ángeles abrazando mis pies.
Debiera de haber una docena de bellísimos niños besándome las manos.
Debiera de haber un millar de mujeres humedeciéndome el cabello con perfume finísimo.
Debiera de haber música de panderos a mi espalda y al frente.
Debiera de ser esta una playa flanqueada por palmeras y no una triste calle.
Debo decir que mi aliento me ha descubierto a veces el olor de la muerte.
Y pensar que fui bello como el cachorro blanco de un León poderoso.
Atrás de mí los seres y la noche no pueden ni deben ser distintos.
Mi discurso es la niebla que baja de los árboles.

Lo inevitable

Mi madre dijo mañana va a haber viento,
pero su mañana ya es hoy:
es más de media noche.
El viento hace de los follajes un mar que va y que viene
como el mar mismo.
Hay aves que están muriendo en su propio resguardo.
Algunas ramas se inclinan hasta el suelo y se quiebran
igual que algunos hombres muy cansados
vencidos finalmente por la culpa.
Mi madre también me ha dicho que hará frío,
pero desde hace varios días mis ojos son escarcha.
Ambos bebimos té y hablamos recordando
el sabor de los nísperos
y la lentitud de la miel al esparcirse sobre el pan.
Desde la habitación en donde estábamos
la ciudad cabía en el marco de una ventana,
era perfecta ahí como el cuerpo de una mujer amada
lo es en nosotros muchas veces.
Mañana, me repite y entonces quiero decirle y no lo hago,
que el tiempo es una invención tardía de los hombres,
que un instante también es un milenio
y un milenio un instante
y que nada hay más parecido al fin que el principio
que la nada de antes y la nada de después
es solo vacío
y que en medio flota una página en blanco
que alguien llena de palabras a veces banales
y otras veces terribles
y que lo que ella llama mañana ya es hoy en otro sitio
y ese sitio puede estar tan lejos o tan cerca como yo mismo
y que el tiempo es un manto que la eternidad ocupa para vestirse
en un intento inútil de poder comprenderse
porque la eternidad es invisible e incontable y quisiera medirse
e intenta inútilmente recrearse proveyéndose márgenes donde jamás se abarca.
Mañana vendrá el frío, me repite otra vez
y pienso, otra vez sin decírselo, que todo es tan sencillo
y que las estrellas son solamente estrellas:
Puntos de luz inertes a tan solo unos ojos cerrados de distancia,
y que el cielo es el cielo y la noche la noche y el viento solo viento
y que aunque ahora ya es mañana
resulta inevitable que todo mi presente
sea para mi madre su después.

Los Muchachos

Ahora voy a hablar de los muchachos,
esos que una mañana fueron por un pasillo que separaba entonces
las sombras de unas casas de la sombra de un cerro.
La ciudad poseía el tamaño oportuno de unas calles brevísimas,
y el pecho a media luz de una muchacha podía ser el cielo
y era el cielo.
Lo cotidiano y su misterio.

Las camisas aún blancas, las miradas aún tibias, las manos delgadísimas,
y un solo corazón en varios pechos.
La vida era otra cosa, otro sabor dejaba sobre la piel el labio
tembloroso que hacía crecer un horizonte sobre el cuello erizado,
otro aroma tenía la noche y sus jazmines,
y los tantos fantasmas no tenían los ojos malignos que hoy poseen,
ni el dolor más terrible sobrepasaba entonces los límites del alma
porque entonces el alma no era el campo rodeado por mutilados cuerpos
sino un sitio sembrado de platinadas flores rodeadas por pinares
cuyas azules puntas rozaban las estrellas,
porque abrazarse entonces era de alguna forma como abrazar el cielo.

Y todo esto que digo no tiene más remedio que ser cierto.

Tiene la obligación, aunque no lo desee, de hacerse verdadero.

Los muchachos de entonces, sus pies llenos de polvo, tan briosos sus ojos,
tan amigos del mar cuando el mar era un sitio de arena y piedras lisas
y no un nombre que a veces separa el continente del océano,
la mano de la novia a media tarde como ola inusitada resbalando en el pelo.
Los muchachos de entonces, las esquinas que oyeron las palabras aquellas
donde todo romance podía ser posible y donde era imposible lo perverso,
y la emoción ruidosa de ver las niñas diáfanas hermosamente ocultas
tras el desdén de un gesto.
Todo era tan sencillo como el vuelo impreciso de una abeja brevísima.
La vida era el murmullo de alguien que en lo sombrío le dice a alguien oculto
algún rarísimo secreto,
ese que ha sido casi del todo revelado
y es este frío interminable que ha penetrado tan adentro.

La voz del que está oculto puede hacer erizarse cada cuello.

Los muchachos que fuimos, esos que no pudieron presentir quiénes somos,
aunque los que ahora somos adivinen tan bien quiénes seremos.
Pero es tan bello hablar de los muchachos,
de esos que permanecen abrazados
a la fraternidad de aquellos días donde pertenecemos.
Esos de cada instante que hace ya tantos años que no veo:
solo uno permanece algunas veces, los demás bien podrían
decir que me he perdido
así como yo puedo decirme que se fueron.
De todos solo hay uno que camina por el pasillo de los muertos,
ese tan parecido por sus hojas oscuras y sus hierbas selváticas
a aquel que separaba nuestras casas del cerro.
Jamás noté la muerte en su mirada
pero él tampoco pudo presentir esa boca parecida a un abismo
que iba a engullirme entero.
Éramos inocentes
veíamos tan poco pero era suficiente, siempre era suficiente,
ahora lo comprendo.
Si alguna vez viniese de la muerte
no me hallaría al hombre que ha cesado de pronto
sino al muchacho que recuerdo.
En sus ojos oscuros podría distinguir el universo.
No podría mentir sobre estas cosas, lo que digo es así, si lo callara
crecería una sombra en el silencio.

También quiero decir que esos muchachos jamás tuvieron miedo.
Quiero decir jamás tuvieron miedo.
Jamás tuvieron miedo.

Se ha vuelto una necesidad incomprensible retornar hasta ellos.
Pero sé que no puedo, que no debo, que sería marcharse hasta ese sitio
donde me habitaría lo perverso.

El tiempo es implacable con el tiempo.

Ahora voy a hablar de los muchachos,
mientras me inclino al borde más austral de mi alma para besarme entero.

Perdonarse es la única manera de salvarse,
me ha dicho alguno de ellos,
y yo he querido entonces decirle tantas cosas, pero solo consigo
decirle que no puedo.

La vida es otra cosa y sea lo que sea nos está consumiendo.
A veces me parece que nadie más comprende que desaparecemos.
Y desaparecemos, nuestros años no existen, solo quedan siluetas,
las de varios muchachos que caminan sin prisa por un breve pasillo:
a su izquierda unas casas, a su derecha un cerro.

La ignorancia es la esencia de toda su alegría:
ese sitio más cálido adonde me doy cuenta que ya no pertenezco.

El holgazán

Acostado en la cama miro por la ventana
el cielo no es celeste ni azul
es verde oscuro. Las hojas no son verdes,
las hojas son doradas. Las ramas donde penden están rojas.
No hay nubes esta tarde ni brisa ni esa música
que en el silencio habita sin que nadie la note.
Allá afuera está el mundo que observo sin mirarlo.
Y me pregunto, ingenuo: ¿se asomará a mirarme?
Siempre divide, un hombre, la humanidad en dos mitades,
así como el interminable nuevo instante presente
divide la eternidad en lo que fue y lo que será.

¿Posee olor esta habitación?

Supongo que huele como mi cuerpo, pero no lo distingo.
Si me tendiera sobre un campo de jazmines olería a jazmines
pero estoy tendido sobre la cama y la cama esta tendida a su vez sobre el mundo.
¿Cuál es el aroma del mundo?
¿A qué huele la noche? ¿Es el alba un perfume?
Me siento hijo este instante cuando soy el inicio y el final
de todas las distancias y todos los caminos,
porque un hombre siempre es el inicio y el final
de todos los caminos y todas las distancias:
si cierro mis ojos el cielo tiene el tamaño de unos párpados cerrados,
si los abro, el cielo se extiende hasta volverse oscuro y llenar una inmensidad
que solo es posible si me doy cuenta que es posible.
Si me levanto, no estaré parado sobre el piso de ladrillos sino sobre el mundo
y el mundo me sostendrá aunque no me de cuenta que me sostiene
y girará y se destruirá y restituirá, todo bajo mi pie, bajo mi sombra de esta tarde
y otras tardes iguales que esta, donde nada parece suceder,
donde no quedan pájaros y los rocíos invisibles alimentan pistilos que no veo
y el viento se ha alejado a unos árboles demasiado lejanos,
cuyas siluetas, que no observo tampoco, son solo hombres oscuros de alguna lejanía,
inmóviles e incapaces de producir algo más que temor o sospecha
pero jamás asombro.

Miro por la ventana. La cama está mullida. El cielo no es celeste ni azul
es verde oscuro. Las hojas no son verdes, son doradas, no caen, se mantienen asidas
a las ramas de un árbol que en la tierra se hunde como un rayo perenne
que se hundiera en la noche.

Octubre para siempre

En algún sitio hay una gran tristeza.

En ese sitio es martes,
por la tarde,

y alguien espera.

Mira por la ventana
y ve ahondarse un cielo casi sepia:
los árboles se alejan,
pronto desaparecen,
sus ojos son de niebla:
vuelven silueta todo lo que observan.

No es la misma ciudad de cada día
la que se le revela,
es un sitio minúsculo
donde no existen ruidos
ni personas
ni fechas.

Él espera por alguien
sin saber en verdad por quién espera.

Tras él dos niñas blancas todo ignoran,
ambas están sentadas a la mesa:
Tienen libros abiertos,
corazones abiertos,
y de pronto se ríen,
y más tarde
conversan.

Un cielo casi rojo
se dilata sobre ellas.

En algún sitio
hay una gran tristeza.

En ese sitio es jueves
y hay alguien que supone
que las cosas regresan,
que los días retornan
como retornan las palabras
a todas las respuestas.
Y este alguien que supone
ve una puerta cerrada
y la presiente abierta.
Tiene un hambre terrible
y por terrible
supone que no es cierta.
Bajo sus párpados se hunden
dos migajas de llanto y dos de niebla.

En ese sitio octubre es para siempre
y la lluvia ha caído
convertida en dos párpados toda ella.

En algún sitio
hay una gran tristeza.

En ese sitio es vísperas de algo
y nadie se da cuenta:
ni siquiera han notado a ese muchacho
que es un cuerpo tirado
debajo de una mesa.
El frío más extraño
se ha paseado en sus labios
similar a una lengua.

Si acaso alguien llegara para hablarle
podría responderle
con palabras ajenas:
está durmiendo un sueño
cuyos márgenes últimos
ni siquiera
sospecha.

Afuera ya es domingo
y las campanas doblan
haciendo más cercanas las iglesias.

En algún sitio
hay una gran tristeza.

Rodeado por el mundo…

Rodeado por el mundo y a la orilla del viento, entre los árboles,
su cuerpo era una silueta que surgía ante mí,
y yo, que había estado perdido por demasiado tiempo en bosques sombríos,
que había caminado a través de la oscuridad hasta volverme una respiración,
un fantasma que entraba y salía de la sombra, vislumbré esa figura
como el nuevo continente que el vigía divisa desde el centro del mar,
apenas un brillo, el filo de un cuchillo, un iceberg
cuya punta era la huella de un abismo que se hundía en la superficie
como un bajo relieve pero que a nuestra vista, en nuestra realidad invertida,
era solo un montículo blanco, el lomo de una ballena enorme,
una colina sumergida en la nieve. Y caminé hacia allí sin saber hacia dónde caminaba
y en un instante olvidé todo aquello que se quedaba atrás, la oscuridad, el mundo
que me rodeaba se convirtió en un murmullo lejano, como otra brisa,
y no puedo saber qué significa todo esto o qué sigue o si llegaré hasta algún sitio
donde pueda quedarme para aprender otra vez las costumbres del alba,
solo puedo decir que encontré un camino que seguir, un rastro
como el que dejan las estrellas que caen y se pierden al fondo de unos ojos cerrados…
Sé que atrás la noche repite mi nombre en el lenguaje de las piedras, lo sé
aunque no le escuche porque para mí lo que viene después del crepúsculo de la tarde
es una piel que a veces se extiende sobre mi cuerpo como el universo
que se tendió sobre la oscuridad hasta llenarla con sus soles y mundos
y es por ello que el frío, aunque terrible, no tuesta ni mis brazos ni mi rostro
y puedo asomarme al acantilado en cuya orilla he caminado y lanzarme
como lo hace el occidente sobre el horizonte que comienza a mis pies…


La claridad

¿Existe la profundidad de la montaña, esa claridad
que cada uno ha sospechado o dado por cierto pero ninguno ha visto?
¿Qué se esconde ahí? ¿Acaso una piedra del principio del mundo
espera ahí la mano humana que la levante y le vuelva un tesoro?
No se escucha una voz entre los pinos que crecieron en esa oscuridad.
Miles nacieron y murieron sin que ninguna voz humana les definiera,
sin volverse silueta en ninguna pupila o aridez para ninguna mano.
El búho blanco habitó ahí, el conejo les rozó con su sombra,
el venado puso su pezuña sobre los troncos cubierto de moho.
Hablo de lo que no es memoria para nadie.
La tempestad no pudo revelarlo. El silencio ahí lo disfruta
el espíritu del fresno y del pino, ese que es uno solo
y que es también el espíritu del mundo.

El susurro

Tarde en la noche, hay algo que está muy cerca y sin notarlo me toca
como el alma del otoño o la primavera a la rama del ciruelo
haciéndola florecer o secándola, dotándole de vida o de muerte.
Y desde esa inmensidad más íntima, vienes como un aroma que no conozco,y tu cuerpo, todo de luz, es un cuenco lleno de estrellas,tus muslos son hogazas de pan, tus tobillos
piezas de mármol donde inicia la tarde, tus piernas
dos faros en medio de la tempestad, pero tu imagen también es un sonido:el rumor de un cabello naciendo a través del dorado
o el rojo, una vieja canción, una voz, un eco repentino de algo que surge
y te hace regresar desde algún sitio de todo mi pasadodesde donde te veo decir unas palabras que no escuché pero que eran la noche:
la oscuridad me rodea como la casa que rodea al astrónomo que duerme
luego de haber visto lo que nadie antes que él vio: un mundo o un astro
nuevo para la humanidad, lejano como todos los puertos del pasado, inalcanzable.
Un abismo que cae de bruces hacia el cielo es tu boca dulcísima
y tu cuerpo es un bosque rodeado por el rastro del bisonte que huye,
del búfalo que mira la pradera que da la vuelta al mundo,
del castor cuyos dientes sirvieron de amuleto,
y del venado veloz que, a través de lo escarpado,
se vuelve un mensaje de lo efímero. Lo antiguo habita en ti
no como una memoria sino como un alma que se revela
y te revela la poderosa esencia de aquello primigenio
y a través de tus manos habla la delicadeza de la primera brizna
de nieve, y en tu lengua, la primera ciruela retorna a la dulzura.
Tu piel, que es como un grito que ha inclinado las ramas del bambú,
llega a través de la brisa ínfima que produce el temblor del fruto,
y toda tú te acercas, tarde en la noche, y te muestro, a través de mis ojos,
aquello que por más que te empines no alcanzas a mirar:
continentes de hielo que se dirigen hacia el final del horizonte,
islas donde la lluvia es una cosecha dorada que cae como cae tu pelo
sobre tu rostro, que, de perfil, es una flecha
que alguien lanzó a la oscuridad…

La anciana Beatriz

Me convierte en una mujer débil hablar de él.
Él es la tormenta que cae sobre mí,
cada gota posee el filo de un cuchillo,
antes con ese mismo filo cortábamos el pan
y comíamos pan y bebíamos cerveza
y nos dormíamos juntos, a veces como dos amantes
y otras como dos hermanos gemelos.
Ahora me convierte en una mujer débil acordarme
de todas esas cosas tan simples
pero es inevitable no ir y venir del pasado
pues todas las puertas permanecen abiertas
y dentro de esa habitación invisible
hay un aroma delicioso de guisos o de flores
tanto que, en ocasiones, creo saborear un sabor deleitoso
o me sorprendo mirando jarrones colmados
por el color y la luz repartidos en diminutos pétalos.
Mi cuerpo es la estación y su cuerpo el tren que se aleja
cada mañana y cada tarde y cada noche.
Creo observarlo regresar, creo oír su silbato
más allá de las montañas, siempre a la hora del alba,
pero no consigue acercarse,
y no sé qué sucede, no sé qué magia es esa,
qué hechizo nos abarca hasta borrarlo todo,
tanto que de pronto se aleja, ya otra vez está lejos
y un asma es su silbato y su figura una silueta.
Estoy débil. El pan se ha secado en mi boca.
La cerveza ha perdido su sabor hasta volverse leche,
la leche de una enferma que bebe mientras muere.
Sus ojos son las tumbas que quisieran y deben
y no pueden cerrarse…

Las flores

Él me trajo flores y yo le sonreí.
¿Qué más puedo esperar de la vida?
Las dejé en un jarrón sobre la mesa
y cenamos y al día siguiente volvimos a cenar.
Un mantel blanco y media docena de velas
y pavo y luego pescado.
Parecíamos una pequeña obra de arte,
una fotografía en blanco y negro de lo que es la belleza.
Eso fue hace tres días.
Las velas consumidas se apagaron.
Las flores ya están secas.





3 comentarios:

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