martes, marzo 23, 2010

La dirección de la cultura

P. Picasso: "Guernica", óleo sobre lienzo, mayo-junio 19373,50 x 7,80 m.



Rafael Francisco GÓCHEZ

Han sido estos días de mucho debate sobre las personas que han estado o estarán al frente del organismo estatal encargado de la cultura. Desde aquella caótica reunión de artistas convocada hace meses para proponer al titular de dicha institución, hasta los más recientes encuentros para lamentar y criticar la destitución de la persona elegida, pasando por amplia variedad de publicaciones físicas y virtuales, ha corrido un apasionado -y, en algunos casos, desbordado- río de controversias intelectuales. Sin embargo, pareciera que a pesar de las diferencias en cuanto a enfoques, perspectivas y criterios, persiste una idea de fondo, más o menos indiscutible, sostenida de modo explícito o implícito: que la cultura debe tener una dirección, rumbo, perspectiva o derrotero; de ahí la importancia que se le concede a la persona y a la institución alrededor de la cual se discute.

Ciertamente, no parece absurdo pensar en que haya una política estatal orientada al rescate, preservación y difusión de los bienes culturales de carácter arqueológico, que además son patrimonio nacional y pertenecen a esa curiosa amalgama de elementos amerindios y transoceánicos que conocemos como “nuestro folclore”. Un poco menos sensato es imaginarse que sea el náhuatl resucitado y no el inglés lo que se enseñe en el sistema educativo nacional como segundo idioma, pero como todavía no se escucha un sentido clamor popular para avalar este tipo de propuestas, mejor dejarlo ahí. En cambio, hay dudas razonables sobre un presunto timón para la cultura en sentido artístico, cuanto más si pensamos en fines propagandísticos e ideológicos.

Argumentarán los teóricos de raigambre marxista que toda manifestación cultural es ideológica, en contraposición a los apologistas románticos de la autonomía absoluta del arte. Uno diría que tal debate ya tuvo su tiempo y su espacio, y que los resultados de la experiencia histórica concreta se descalificaron por sí mismos, pues embutir al arte creativo en corsés de cualquier tipo sólo provoca su asfixia. Una política cultural sana no debería caer en este tipo de trampas.

En cambio, sí sería una política cultural válida aquella que potenciara el desarrollo y expresión de la creatividad, cuya orientación no sea sino la que cada autor o autora quiera darle a su propia obra creativa. En tal dirección, un componente importante debería ser la superación del paradigma de que la creatividad artística es un don reservado para una pequeñísima cantidad de personas, una especie de elegidos o iluminados que destacan por sobre la masa amorfa e ignorante. Puede que las apariencias digan que esto es así, pero el punto es que no necesariamente debe ser así.

En un ensayo titulado “Llenando el espacio cerebral” (1988), Isaac Asimov suscribe la tesis de que “la gran masa de gente no creativa es así porque nada más eso hicieron de ella”, y que “si no viviéramos en una sociedad que hiciera necesario que tanta gente se involucrara en trabajos que no requieren del pensamiento, la creatividad no sería tan rara”.

Qué bueno sería diseñar una política cultural que se concentrara en crear los espacios y oportunidades para que más gente descubriera y desarrollara sus facultades creativas, más allá de la simple artesanía y sin que estuviese de por medio la imposición de dirección temática alguna. Sería algo similar a lo que en el deporte se entiende como “masificación”: crear una amplia base de donde surgiera un renovado arte nacional. Por supuesto que en coherencia con este primer paso, habría que pensar en los medios para que el producto resultante llegue a su destinatario final, el público, tarea titánica y quizá hasta utópica, si consideramos que nuestra población no “consume” cultura y que le duele infinitamente más pagar cinco dólares por un libro, más aún si es “nacional”, que por una ronda de cervezas en cualquier sórdido local de bebidas espirituosas. Pero por algún lado hay que comenzar.

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