martes, marzo 23, 2010

Libro de los espejismos [extractos]

Gerard Richter


Javier ALAS

La psiquiatría puede estropearlo todo, desde el sexo hasta la divinidad; reduce el misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo a tan sólo un Dios esquizofrénico.
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De vez en cuando la precisa maquinaria de Hollywood falla y es producida una buena película.
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Mientras Dios trata de ocultar su verdadero nombre, o de distraernos con el de Elohim (Los Dioses), el Mal exhibe sus apelativos. Satán, Lucifer, Astarot, Belial, Belcebú, Azazel… De tanto regodearse en su narcicismo, el demonio hace lucir a Dios más bien modesto. Casi tímido.
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Desbocado en una Cruzada de Estolidez, el humano contemporáneo se debate en una cefalea artificial, víctima de sus invenciones. Abrumado por lo «políticamente correcto», ahora premia la homosexualidad, le preocupa la discriminación de género al punto insano que le agobia hasta el lenguaje. A este grado pronto llegaremos a matar por una tilde, a sucumbir bajo nuestra propia superficialidad.
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La eternidad es una abstracción. Algunos instantes son eternos.
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Enfermo del veneno del tiempo, ¿en dónde buscará el hombre la cura, el antídoto? ¿En la eternidad, donde cada hora es espasmo? ¿En el instante inasible, donde al menos tendrá el alivio de la efimeridad? Elegir entre el peso de una abstracción y la levedad del presente, pero cargar sobre los hombros la terrible maldición del devenir.
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En pueblo boquiabierto entra cualquier gobernante.
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Pasa por historiador, pero en realidad es mercader. Y uno bueno, pues logró venderse como historiador.
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Un pueblo está condenado cuando las madres venden a sus recién nacidos a la salida misma del hospital. Nada hay que esperar hasta cuando la naturaleza y los instintos han fracasado.
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El mundo, tal como lo conocemos, tendrá fin. ¿No es ello un alivio?
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Inmune a los fragores del optimismo, alérgico a las frivolidades de la alegría, el escéptico es un profesional del hastío.
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¿Quién fuera inmortal como los dioses? ¿cómo puede morir lo que nunca ha nacido? ¿cómo logra fenecer o extinguirse algo que jamás ofreció unos grados de calor?
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La historia, ese vertedero del tiempo.
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Nada como una buena zambullida en cualquier abismo para recordar el sinsentido de todo, incluido el propio abismo.
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Con la sola materia prima de su fe, el religioso crea a Dios. En todo místico hay un artista de lo intangible.
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Antes que en el razonamiento, revelamos nuestra auténtica profundidad en el espasmo.
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La respiración de ella es incierta, errática. Yo tuve ya mi pesadilla y yazgo despierto, relajado.
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Todo perece. Esa única verdad debiera disuadirnos de proyectar nuestros ardores en vanos actos, hacernos renunciar a nuestros simulacros de permanencia.
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Dios es producto tanto de las dudas del filósofo como de las certezas del creyente. Creador y creado al mismo tiempo, es una totalidad paradójica.
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Tras su famoso séptimo día de un descanso que ya dura la eternidad, Dios no volvió a crear nada. Es, con absoluto mérito, el ocioso supremo.
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Si el sentido de nuestra existencia de mortales es un enigma, el de los dioses en cambio es cristalino: aliviarnos de las angustias de esa existencia. El problema es que los dioses no bastan, y que sus dulzuras o insipideces resultan tan ineficaces como corrosivas nuestras incertidumbres.
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Nuestra sola respiración ofende a Dios, no digamos nuestros actos. Dios, es verdad, no se volvió a interesar por sus criaturas, sus juguetes extraviados del Paraíso, y le repele lo que hemos hecho del mundo. No nos resta más que gozar de nuestra condición de condenados.
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La primera y más auténtica expresión del hombre fue el gruñido, pero siendo el único mamífero condenado a desarrollar lenguaje como tal, poco a poco el habla desplazó al aullar, el artificio de la palabra al gemido. Sólo era cuestión de tiempo para que apareciera también la filosofía.
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La filosofía no ha hecho al hombre menos desgraciado, antes más bien todo lo contrario. Incluso la filosofía más deleitable, la epicúrea, no es ni de lejos una fórmula para la felicidad (y es que nada es capaz de anular el estigma de haber nacido —nada antes de la muerte, y quizá ni ella…).
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Toda juventud es vacua, pero jamás habríamos imaginado una generación tan superficial que fuese capaz de transformar la tristeza en etiqueta, el suicidio en moda.
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El arte es siempre un artificio. Cualquier alarido es más genuino que la más grande novela.
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Con la sangre infestada de sueños me vuelvo un sumiso del anhelo, un esclavo de la ilusión. El yugo más sutil es la esperanza.
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¿Quieres ser libre? Elimina la jauría de tus deseos, se ha dicho desde la filosofía, pero ello incluiría también el deseo mismo de ser libre. El estado normal del hombre, en el mejor de los casos, es una especie de libertad condicional.
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Mi desidia contra el tiempo: una colisión menor, es cierto, pero no por ello menos estremecedora.
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Pensar que durante millones de años La Tierra gozó de un equilibrio natural, perfecto, hasta que hizo su aparición el hombre.
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Con su arrogancia natural el hombre se ha situado entre el simio y Dios, entre el primate y el absoluto. Mas no en un punto equidistante, que digamos.
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Si la muerte se antoja un misterio tan insondable como la vida misma es por nuestro terror ante la idea de ser borrados como supuestos seres únicos e irrepetibles, cuando el verdadero horror es que volviéramos a repetirnos. Otorgamos a la muerte una profundidad mayor que a la propia vida, pero «misterio» es apenas un concepto para conferir algún grosor a un acto, el de vivir, que no tiene ninguno. Somos, sin mérito, y somos apenas un vegetar, una respiración a la que, situando al margen el camino del místico, sólo el placer dignificaría. Lo sabía Epicuro, por eso postuló la consagración a una existencia hedonista. Mas nada hay de orgulloso ni de deleitable en pertenecer a una naturaleza animal.
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Nuestras vidas humanas: apenas un parpadeo de Dios. Y quizá ni eso.
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Por el ocioso camino de la filosofía se llegó a elucubrar hasta sobre los ángeles. Mas en términos de ocio, la poesía es la baba misma de los ángeles, la única vencedora, la nada mayor.
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El universo gira en derredor del hombre, y Dios mismo está en un pequeño punto de su materia gris. ¿Se vio jamás semejante vanidad en un primate?
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No hay imperio más vasto e infinito que el del pensamiento... Pensamiento típico de un filósofo.
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No le apetece al homínido ser natural, no le basta erguirse como la materia orgánica que es, corruptible al sol; debía exhibir esas pretensiosas aspiraciones metafísicas.
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Como joven animal bastó al hombre el cubrir sus necesidades básicas. Desnudo habría pastado en un Edén de ocio, con el ombligo al sol, por los siglos de los siglos. Pero la evolución lo echaría a perder, sofisticándole; incluso perdió mucho del pelamen original. No necesitaba de manera natural la metafísica, producto del intelecto, artificio conceptual. Sin embargo, tras miles de años de filosofar, aún el hombre no es capaz de responder a las llamadas preguntas «trascendentales» (y no parece que llegue a serlo en este siglo). Ni siquiera la magia, anterior a la metafísica, está próxima al instinto; esa magia que le sirvió para explicar el mundo cuando el instinto no era ya suficiente.
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El único mérito indiscutible de los futbolistas actuales es el de haber reinventado una antigua profesión, la del mercenario.
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Si Dios encarnó en hombre fue para terminar de una vez su creación, para cumplir la fatalidad de fundirse con su criatura. Al humanizarse, Dios cerró el universo a su imagen y semejanza, abrochó su totalidad incluyendo la imperfección humana, selló así su propia perfección. Al ser divinizado, el hombre coronó nada más su ruina, su vanidad. Sus pretensiones, sus quimeras, sus aspiraciones a la supremacía no son más que efectos secundarios de la apoteosis. No se sale indemne de alojar en las entrañas un fragmento de lo Absoluto.
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El propio silencio del cosmos sugiere la existencia de vida extraterrestre. ¿Cómo podría no ser inteligente quien evita la raza humana y se mantiene a prudente distancia en el espacio?
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Guarda siempre una luz para iluminar tu desgracia.
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Por naturaleza, el crítico y el lector reaccionan distinto ante el poema. Mientras el lector se deja atrapar por la cadencia del lenguaje, el crítico utiliza instrumentos intelectuales y filosofa. Al lector le seducen las palabras y le basta su belleza; al crítico, cuya mirada va más allá, le atrae tanto la idea poética como la técnica o el metalenguaje. Así el mismo poema resulta diferente para el crítico y el lector. Quizá, entre las múltiples interpretaciones que pueda sufrir un poema, exista incluso una que se aproxime a la idea poética original. Al final, la amplitud de significados se debe en parte a cierta ambiguedad del texto poético.
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Detrás de una buena idea hay siempre un imitador.
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El año sabático de Dios tiene un nombre apropiado para Él: eternidad.
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El artista frente a sus biógrafos: indefensión mayor como ninguna. Las más serias páginas del biógrafo, historiador que ficciona, han sido alentadas por un mínimo de admiración por el sujeto. Tal subjetividad afectiva es la que insufla ánimos al biógrafo para acometerlas y emprender la delirante tarea de reconstruir una vida. Lo que haya sido verdaderamente el artista mientras gozó de la gratuita facultad de respirar, se diluye y convierte en las diferentes visiones de quienes le estudian. De una existencia magnífica o terrible sólo quedarán unos folios parciales, unos circunloquios. Al suplantar la realidad, la eficaz ficción salvará a esas páginas, a ese epitafio glorificado.
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No es en la intensidad de los apogeos sino en la profundidad de los fracasos donde la fuerza de un carácter es medida con fidelidad.
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La vida es un hecho meramente orgánico. La mayor tragedia humana, la muerte, no es más que una pantomima.
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Somos el experimento biológico de Dios.
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Todas las ficciones, incluidas las del arte musical, han insuflado al último aliento un grosor romántico y dramático, y es que el fin de una existencia parece siempre un recurso y un tema apropiado. En realidad el primer sorbo de aire es el más grave, al preludiar toda la respiración futura y el peso incalculable de la vida misma. No se puede respirar sin sentirse de alguna manera abrumado.
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Donante de órganos: ¡qué manía la del humano de ser productivo, aun en condición de cadáver!
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La palabra es el más etéreo de los actos. Quizá por ello puede alcanzar grandes alturas.
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¡Emanciparse de la tiranía del tiempo para caer en el vértigo insondable del vacío de tiempo!

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